La Transfiguración

Marcos 9:1-13

Las palabras de Jesús a sus discípulos: “De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que hayan visto el reino de Dios venido con poder.”  Son una introducción al importante evento que está a punto de acontecer: “Su transfiguración”. Ese “ver el Reino de Dios venido con poder” será, con mucha probabilidad, aquello que están a punto de ver en la transfiguración de Jesús. De todas formas, otros comentaristas apuntan a que ese acontecimiento fue la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.

Lo que experimentaron Pedro, Jacobo, y Juan supera todo lo que nuestra imaginación pueda alcanzar. Todo lo que sus pupilas conseguían captar fue transformado en un instante.  La Gloria que Jesús tenía antes con el Padre le vistió de nuevo. Aunque ahora, esa gloria también alcanzó a los tres discípulos. Porque lo que llegaron a experimentar no solo fue una transformación del espacio que ocupaban, también fue una incursión en el Reino atemporal y Eterno de Dios. En este acontecimiento encontramos que se unen pasado, con Moisés y Elías, presente, y futuro, con el resplandor de la futura Gloria de Cristo en sus mismas vestiduras.

Percibimos, pues, que el Reino de Dios es comunión. Comunión unos con otros, con Cristo, y con Dios el Padre. Jesús y aquellos tres discípulos no fueron “teletransportados” a ningún sitio. El Reino de Dios estaba allí entre ellos. Pisaban la misma tierra que antes, la gloria que los iluminaba les abrumaba de tal modo que les hizo buscar refugio bajo unas enramadas como el que busca sombra en verano. En aquel instante, y en aquel lugar, todos se conocían. Moisés sabía quién era Jacobo, y Pedro quién era Elías. En el Reino de Dios no hay extraños, solo hermanos.

Unos minutos en el Reino de Dios no son tan fáciles de asimilar, como padeciendo el síndrome de Stendhal, aquellos tres discípulos temblaban espantados mientras no acababan de entender todo lo que estaba ocurriendo.

Entonces vino una inesperada sombra, y con ella una voz cayendo de una nube cual lluvia torrencial en verano que hizo que aquellos tres hombres se sintieran aún más pequeños. La voz que vino del Cielo fue la voz de Dios mismo. “Este es mi hijo amado, a él oíd”. Nunca tan pocas palabras dijeron tanto. Este “tweet” de Dios abre la puerta de la salvación del hombre e inaugura la construcción del Reino de los Cielos sobre la Tierra.

Pero tras la voz de Dios, la Gloria de su Reino fue recogida cual viejo pergamino tras ser leído. Todos volvieron a tener el mismo aspecto de antes. Volvieron a tragar polvo, y a sentir cansancio en los pies. Volvieron a ver a aquel Jesús solitario y despojado de una gloria casi soñada. Según descendían de aquel monte, Jesús les fue dando detalles e instrucciones tan inesperadas como difíciles de entender

¿Cómo iba a morir el Hijo del Hombre, ahora que sabían quién era realmente? ¿Qué sentido tenía hablar de “resurrección? Cuando ya casi habían bajado del todo, Jesús les hace ver que el camino hacia el Reino de Dios está plagado de sufrimiento y contrariedades. Vemos que no son muchos los que son capaces de reconocer lo que está ocurriendo realmente. La mayoría no supo ver que Juan el Bautista era el Elías anunciado. Pocos fueron los que supieron identificar a Jesús como el Mesías, y menos aún, solo tres, sabían en este momento que Jesús era el Hijo de Dios.