Vemos que los seres humanos comienzan a extenderse sobre la faz de la de la tierra. Parece, también, que la humanidad se divide en dos grandes grupos, los Cainitas, idólatras por antonomasia, y los descendientes de Set, también llamados Hijos de Dios porque adoraban y servían al único Dios verdadero creador de los Cielos y la Tierra.
La belleza de la mujer destaca entre todo aquello que es digno de admirar. Tiene una atracción y un poder especial ya desde el comienzo la belleza de algunas ellas era tal, que los hijos de Dios, aquellos que no seguían el camino de la idolatría, los deseos de la carne, de la vista y del orgullo de la vida, sucumbieron a su encanto tomando de entre todas ellas. Lamentablemente, se dejaron llevar por los mismos principios de aquellos que no adoraban ni conocían a Dios.
El criterio que siguieron para juntarse con ellas no fue otro que el que dictaba su belleza. Escogieron como el que escoge una flor, un caballo, o una casa. No parece que pesara en su decisión si estas mujeres practicaran la idolatría o no.
Mezclar lo que es santo y lo pagano nunca dio buen resultado. Cuando el mal parasita el bien las consecuencias son funestas. Nacen bestias colosales con gran poder destructor. Por ello, Dios prevé que ahora el mal va a retroalimentarse peligrosamente y terminará eclosionando como un volcán en erupción. Para evitar males mayores será necesario acortar los días del ser humano.
De aquellos emparejamientos salieron hombres poderosos en fuerza y en conocimiento. Grandes héroes que emplearon su astucia, fuerza y destreza para llevar a cabo grandes planes de conquista y expansión. Extendieron sus dominios empleando la violencia y granjeándose el favor y la admiración de todos aquellos que los apoyaban.
A raíz de este fatídico mestizaje, el mal se extendió sobre la Tierra alcanzando cualquier rincón. Se desató el desenfreno. Saciar los apetitos se convirtió en el “leitmotiv” de la existencia humana. La promiscuidad sexual, la avaricia y la violencia campaban a sus anchas por todas partes.
Era tal el libertinaje y la maldad de los hombres, que a Dios le pesó profundamente haberlos creado. Llama la atención la humillación que sintió Dios. Sin duda, se sintió traicionado y se arrepintió de habernos dado semejante albedrío. Él, que tanto había puesto de sí en nosotros, siendo él Dios todopoderoso, tenía que presenciar impávido nuestra maldad.
¿Dios puede sentir dolor? Sí, si puede. Precisamente porque ama. Por eso nuestra maldad le afecta tanto. Porque no sólo fuimos hechos por Él, también nos hizo a su imagen y semejanza. Porque, nos guste o no, nuestros lazos con Él son sumamente estrechos.
Dios no quiere acabar con el hombre y con todos los animales que creó simplemente porque sufrió un ataque de ira. Fue porque, aunque somos criaturas suyas y nos ama sobremanera, no puede dejar de ser justo. Y si quiere seguir siéndolo, tiene que terminar con toda esta barbarie “cortando por lo sano”.
Pero, aunque Dios tenía motivos de sobra para terminar con la humanidad, no lo hizo. Dios otorga 120 años de tregua en los que el hombre tendrá la oportunidad de humillarse delante de Él y arrepentirse. De lo contrario, sólo podrá esperar un justo juicio. Aún estamos a tiempo de pedir a Dios que abra nuestros ojos y nos haga ver nuestra maldad. Sólo Dios, que es espíritu, puede abrir nuestros ojos espirituales para ver nuestra iniquidad.
El deterioro de la humanidad en los momentos previos al diluvio no era tan distinto al que hoy sufren nuestras sociedades. Eran carnales, amadores de placeres, habían olvidado quien los creó y con qué propósito. También eran amadores de lo terrenal, violentos, e ignorantes de todo el conocimiento de Dios. Focalizados en sus propios intereses temporales, eran incapaces de sentir empatía los unos con los otros. Corrupción por dentro, e injusticia por fuera. Consiguieron vaciar la religión de toda piedad.
Se nos dice, pues, que la maldad se propagó exponencialmente por toda la Tierra, como un virus. La corrupción, y la violencia eran generalizadas. Desenfreno y disolución entre las clases más bajas, y crueldad y opresión entre las más altas.
La situación era tan lamentable que el mal era ya una constante, nadie reflexionaba sobre lo que hacía, nadie se planteaba que la vida pudiese tener otro propósito, no hacía falta buscar algún acto de justicia, porque no lo había en ningún lugar. Cuál no sería la perspectiva del Señor, aquel que escudriña y conoce los corazones.
Dios se representa a sí mismo arrepintiéndose de haber creado el hombre. Tal era el dolor y la aflicción de su corazón a causa de la iniquidad del ser humano. Porque la maldad del hombre no sólo es algo congénito, también es una decisión tomada a conciencia que podía haberse evitado.
Así que Dios, para evitar aún males mayores toma la decisión de destruir la obra de sus manos. Cuán grande no sería la maldad, y cuán provocadoras no serían las transgresiones, para que el Dios de toda misericordia llegase a tomar esa determinación. Nosotros podemos restar importancia al pecado, podemos burlarnos de él, pero Dios nunca dejará de tomárselo muy en serio.