Marcos 9:14-29
En este episodio Jesús se encuentra con algunos discípulos enzarzados en discusiones y polémicas con los fariseos, grandes amantes de este tipo de debates. Es de notar que se encontraban rodeados de una gran multitud quizá porque la gente tiene cierta tendencia a la morbosidad y al deleitarse con acaloradas discusiones.
¿Pero, merece la pena enzarzarse en polémicas estériles? En aquel momento, la discusión no era otra cosa que la consecuencia lógica de no tener la suficiente fe como para estar a la altura de las circunstancias. Por muchas razones que tuvieran los unos y los otros, lo cierto era que no habían conseguido expulsar aquel espíritu inmundo a causa de su falta de fe.
El Señor Jesús no esconde su frustración con sus discípulos. Después de todo lo vivido con ellos, estos apenas tienen fe. La expresión “generación incrédula” denota que la falta de fe de los discípulos no era algo “ocasional”.
Qué duda cabe, que la tarea que tenían los discípulos por delante con aquel endemoniado era mayúscula. Existen seres espirituales que habitan en seres humanos, los subyugan y los torturan. Cuenta el texto bíblico que el espíritu maligno, al percatarse de la presencia de Jesús, hizo una demostración de fuerza y de poder sobre el hombre que tenía sometido.
Inmediatamente, Jesús busca en el padre del muchacho poseído un apoyo de fe sobre el cual trabajar. La pregunta de Jesús evoca la que pudiera haber hecho un médico. Jesús involucra al padre del chico en la expulsión del espíritu inmundo. La respuesta del hombre deja ver la magnitud de la influencia demoniaca sobre su hijo. El espíritu no solo ha utilizado ese pequeño cuerpo para habitar, también ha hecho todo lo que ha podido para torturarle hasta la saciedad. El hecho que el Padre describiera la situación de su hijo retrospectivamente provoca en él una catarsis por la cual se ve abocado a abrazar la fe en Jesús. Por un lado, reconoce la capacidad y autoridad de Jesús para expulsar demonios, y por otro, le pide que tenga misericordia de él y de su hijo.
Una vez más Jesús habla de las excelencias de la fe: “Todas las cosas son posibles para aquel que cree”. Sus palabras suscitan en nosotros la pregunta: “¿Cuánta es nuestra fe?”. Las palabras del padre se volvieron en clamor. Su grito implorando misericordia lo desnudó de todo orgullo y le humilló hasta el punto de reconocer su incapacidad para albergar esa fe que tanto necesitaba.
Al parecer, un imprevisto aceleró la labor de Jesús. Una multitud tumultuosa se precipitaba al lugar donde Jesús trataba de echar aquel demonio. Jesús nunca fue amigo de grandes multitudes. No las rechazaba, pero si podía, las evitaba. Así que la inminente aparición de todos aquellos hombres precipitó los siguientes acontecimientos.
Es obvio que por ser sordomudo no estás necesariamente poseído por el diablo. Sin embargo, en este caso, la posesión demoniaca ejercía de ese modo su dominio y opresión sobre el hombre afectado. Jesús, entonces, identifica el ente causante de aquel mal y ordena, con autoridad divina, su inmediata expulsión de aquel cuerpo, de una vez por todas.
Después de aquel exorcismo, quedan demostrados los devastadores efectos de la posesión demoniaca en aquel muchacho. Nunca hay que desestimar ni el poder ni la capacidad demoledora de las tinieblas en el ser humano. Tal fue el zarandeo final sufrido por aquel hombre, que todos pensaron que estaba muerto.
Acto seguido ocurrió algo que aquel hombre no olvidaría jamás. Sentir la mano de Jesús tomando la suya. Sentir como las fuerzas que le habían robado volvían a ser suyas. Ver como podía levantarse de nuevo por su propio pie. Jesús hizo algo que nada ni nadie había conseguido con anterioridad, devolver a aquel hombre la libertad, la sanidad y la paz que con tanto ímpetu le habían usurpado.
Pasado aquel suceso, llegada la quietud del recogimiento del final de la jornada, Jesús escucha de sus discípulos aquello que, probablemente, esperaba oír: “¿Por qué no pudimos echarlo fuera?”.
Para vencer las fuerzas espirituales malignas que campan a sus anchas en los corazones humanos lo último que debemos hacer es confiar en nosotros mismos. Manchas de orgullo cayeron sobre aquellos discípulos al recibir el mandato de Jesús. En definitiva, querían obedecer a Jesús, pero sin contar con Él. Dicho también de otro modo, quisieron añadir mérito personal a la labor que les había sido encomendada. Sin embargo, nada en absoluto podemos esperar, ningún logro en nombre de Jesús podremos conseguir si no imploramos antes a nuestro Señor en oración. Cuanto más humilde es la iglesia, más tiempo dedica a la oración, y menos se aferra a este mundo. Es necesario abandonar estos viejos rudimentos mundanos para poner en práctica nuestra fe en Jesús. Sólo entonces añadiremos algo de “sana insensatez” a nuestras vidas, y dejaremos libres nuestras manos de bienes materiales para así poder luchar con armas espirituales.