Cuídate de no olvidar al SEÑOR tu Dios dejando de guardar sus mandamientos, sus ordenanzas y sus estatutos que yo te ordeno hoy; (12) no sea que cuando hayas comido y te hayas saciado, y hayas construido buenas casas y habitado en ellas, (13) y cuando tus vacas y tus ovejas se multipliquen, y tu plata y oro se multipliquen, y todo lo que tengas se multiplique, (14) entonces tu corazón se enorgullezca, y te olvides del SEÑOR tu Dios que te sacó de la tierra de Egipto de la casa de servidumbre. (15) El te condujo a través del inmenso y terrible desierto, con sus serpientes abrasadoras y escorpiones, tierra sedienta donde no había agua; El sacó para ti agua de la roca de pedernal. Deuteronomio 8:11-15
Somos sumamente olvidadizos. Qué rápido olvidamos al que nos ha salvado y nos da tantas bendiciones. La verdad, en las Escrituras, no es solo algo que se abraza mentalmente, también es algo que llega a formar parte de tu vida, es algo a lo que nos sometemos, en definitiva.
Cuando nos olvidamos del Señor, pues, no necesariamente dejamos de tenerlo presente en nuestra mente. Olvidarse del Señor significa simplemente no obedecerle. Su Palabra y su testimonio dejado en las Escrituras deben ser creídos, por lo tanto deben afectar toda nuestra manera de vivir. Si hay algo fresco y actual son las Escrituras, todo pasa, y todo pasará, pero la Palabra del Señor permanece para siempre. Tenemos algo firme en lo que confiar, que es nuevo cada mañana, como aquel maná celestial.
Al menos en occidente, el enemigo más devastador del pueblo de Dios no es la persecución, sino la prosperidad. Estar saciados, habitar en la comodidad que nos ofrecen nuestros hogares, nuestra seguridad social, o nuestras mutuas médicas, los seguros, las cuentas corrientes con saldos de varios dígitos, etc… Todas estas cosas son bendiciones dadas por Dios, pero también pueden llevarnos fácilmente al peor de los pecados: “El orgullo”, si no hacemos algo para remediarlo: “Tener como prioridad amar y obedecer la Palabra de Dios”.
Sujetarnos a la Palabra de Dios, recordar la muerte del Señor Jesucristo mediante los símbolos, son maneras de humillarnos y tener presente que fuimos Salvados de la muerte y la condenación eternas por la sangre derramada en la cruz por nuestro Señor Jesucristo. Debemos recordar que antes éramos esclavos del pecado, y que volveremos a serlo si el orgullo vuelve a tomar las riendas de nuestras vidas. La sangre de Cristo no solo nos salva, también nos limpia de todo pecado.
La vida del hijo de Dios es una vida de adversidad y dificultades, aunque no por ello el Señor dejará de proveernos de fuerzas y de todo lo necesario para esta dura y larga travesía. En ella encontraremos mordeduras de serpientes que nos harán caer, escorpiones que pondrán en peligro nuestras vidas, etc… Para los que hemos emprendido este camino, nuestra andadura es una empresa temeraria, andamos por fe, con lo puesto, sin la necesaria provisión, humanamente hablando, apenas vemos. Y somos tan insensatos que dependemos de una vara y una roca para poder beber. Pero el Señor sacó agua de la Roca más dura para nosotros. De aquel lugar más insospechado el Señor sacó agua para saciarnos por siempre.
Jesucristo es nuestra agua de vida. Él ha llenado nuestras vidas. Nadie podía sospechar que de una afrentosa cruz pudiese emanar la preciosa sangre de Cristo que nos ha redimido, quitado el pecado, y dado una nueva vida. Vida Eterna en Él.
En Él podemos estar tranquilos, porque su amor es para siempre. Es en tierra seca donde encontramos al Señor, allí fue donde su Pueblo convivió con Él. No en la abundancia. Solo Él puede hacer ríos en el desierto. Cristo es hoy nuestra roca, de la cual todos hemos bebido y tenemos que beber. Tal como ocurrió a Israel en Masah, esta roca, muchas veces, no es más que una prueba que hemos de pasar, Dios nos prueba para ver si somos capaces de tener como esperanza el “beber de una roca” mientras aumenta nuestra sed. Porque Dios continúa queriendo oír de nuestros labios: “No te dejaré hasta que me bendigas”.